Como un sueño que se tiene despierto

Como un sueño que se tiene despierto


Pavel Ricardo Morales Ocampo

No está atada a la pared, como podría pensarse. Ella es parte del muro. Parece una escultura a la que su creador ha dejado sin terminar. Pero está viva.
Jadea. Respira con dificultad, y siempre lo hace muy lento cuando la gente se acerca a ella para admirar sus formas y sumergirse en la compleja composición de su anatomía: su torso que sobresale del muro; sus pechos redondos expuestos, y unos brazos que parecen sostenerla angularmente al muro, lo mismo que la rodilla izquierda que sobresale de él.
En la parte baja reluce una etiqueta dorada con un nombre inscrito: Judith.
Algunos ríen cuando el guía asegura que está viva, pero callan estupefactos cuando la ven mover la cabeza de un lado a otro, como si buscara entre los visitantes a alguien en particular. Unos se alejan, otros gritan; incluso ha habido casos —muy pocos— en que alguna persona se desmaya por la sorpresa momentánea.
—¿Quién puso a esa mujer ahí? —pregunta una anciana que luce horrorizada, y quizá contrariada, pero que conserva la calma suficiente para preguntarse por la suerte de ese ser al que llama (acaso temerariamente) mujer.
Pocos han hecho esa pregunta. Algunos pasan sin prestar mayor atención que al resto de los objetos en el salón, con una ligera sorpresa cuando constatan su estado viviente, mientras que otros se alejan a toda prisa de ella, en un arranque de pánico.
Judith mira a la anciana con incertidumbre. “¿Quién es esta mujer?”, se pregunta. No puede hablar; sin embargo, ha aprendido que puede mover su cuerpo muy lentamente y con mucha precaución, para no fracturarse, y apenas puede modificar su postura original. “¿Por qué se preocupa?”, piensa, sin apartar la vista de la anciana.
Su mirada está inmersa en esa arrugada piel, en esos ojos enrojecidos por el horror, la indignación o la impotencia. La mayor parte de los visitantes se ha marchado para continuar con el recorrido: los demás artículos en exhibición suelen ser más llamativos que una figura perezosa salida de la pared; quizás una indiferencia natural al fenómeno cotidiano que es la vida. La gente está adormecida, y hace mucho que perdió la capacidad de asombro.
La anciana también mira con fijeza a Judith. Arregla sus gafas para tratar de encontrar en las grietas del muro el punto en donde la escultura se adosa a ella.
—¿Cómo llegaste aquí? —le pregunta, cuando ha agotado las posibilidades y ha constatado que la pared y la escultura son una.
Judith no puede responder. Pero se hace la pregunta mentalmente y la repite una y otra vez de esa manera. Los ecos parecen concentrarse en un punto de su cuerpo: ése en donde su tronco y la pared se funden. “¿Cómo llegué aquí?”, se pregunta. Trata de recordarlo pero no puede. Una y otra vez confunde los sueños con los recuerdos, si es que alguna vez uno y otro estuvieron diferenciados. Ha llegado a pensar que todos sus recuerdos no han sido más que sueños, de ésos que se tiene en duermevela.
No recuerda cómo llegó a ese lugar. “¿Nací aquí?”, se cuestiona con un atisbo de miedo. “¿Quién me puso en este lugar? ¿Tengo un creador? ¿Acaso una madre?”, se repite.
Nunca se había hecho esas preguntas. La presencia y la atención de esa anciana han bastado para avivar en ella un sentimiento de duda, una búsqueda de su origen.
—Veo en ti un milagro. Uno que podría ser imperfecto (pero pienso que todo lo bello lo es). Estás viva, como yo y como toda esa gente que visita este lugar. Supongo que muy pocas personas han intentado hablar contigo. Yo bien podría decirte algo de lo que me acabo de dar cuenta: tú y yo coexistimos —dice la anciana, mientras se acerca para tocar una de las rodillas, la que sobresale del muro.
La escultura siente el roce de la mano de la anciana. Percibe su textura, suave y tersa; tan diferente a la suya, pétrea y áspera. Lo que la anciana dijo es cierto. Pero ambas tienen distintos límites; la anciana los de su propia edad y su ignorancia, mientras que la escultura los de su deficiencia motriz  y su especial estado de no-vida, y de no-muerte. Pero, tal como le ha hecho entender la anciana, ambas están vinculadas, en un mismo espacio, en una misma habitación.
“No es algo físico lo que nos conecta”, piensa. “Es algo más.”
La calidez de la mano de la anciana le produce un cosquilleo.
Los ecos, de recuerdos o de sueños, bullen en su cabeza con una intensidad exorbitante. Desde que tiene conciencia sabe que otros seres habitan el mundo y que ella es diferente de todos. Ellos andan de un lado a otro: se desplazan. Sonríen, y a veces en sus rostros aparece una expresión de sorpresa o de miedo (generalmente cuando constatan que ella, la escultura, está viva). Sin embargo, aquel mundo le resulta casi tan ajeno como ella misma a las personas; éstas pasan por los largos pasillos, observando las exhibiciones, de vez en cuando con detenimiento y por lo general con una frivolidad exasperante. Ahora, sin embargo, la pregunta de la anciana y su actitud sensible de quedarse a su lado, de tocarla y hablar con ella, la han hecho experimentar una infinidad de emociones.
—¿Sabes quién te creó? —pregunta la anciana.
Niega lentamente, y entonces recuerda algo y señala con la cabeza hacia abajo, apuntando a una etiqueta dorada adherida en una saliente del muro.
La anciana se acerca a la etiqueta y lee en voz alta:
“En refrendo de mi amor, una pieza de ti misma vuelta eterna. Una figura de composición más fuerte que la frágil carne y el débil cuerpo humano, efímero. Para ti, un cuerpo blanco como tu alma, pero tan duro como tu corazón.”
A oídos de Judith llegan las palabras, pero no las entiende. ¿Fue creada por una de esas personas, como las que acuden a la exhibición? ¿O ella misma es un ser humano vuelto piedra? La última pregunta le revela una posibilidad casi inaudita.
¿Qué es?
Se mueve, tratando de observar tan cerca como le sea posible aquella etiqueta dorada; esta vez no tiene tanto cuidado, y su movimiento es brusco. La anciana retrocede un paso y pregunta:
—¿Qué te ocurre?
La escultura no puede contestar; continúa moviéndose.
¿Todo el tiempo ha sido una persona, y la han condenado a vivir ahí, a permanecer en ese lugar como objeto de decoración y exhibición, siempre rodeada por un sinfín de artículos inertes? Durante años ha visto cómo los objetos son removidos y remplazados por otros, y durante todo ese tiempo ella ha estado ahí, sin ser nunca removida de su lugar.
—¿Qué haces? —pregunta la anciana.
Judith se agita. No puede ser posible que su existencia sea sólo eso: ser una creación en memoria de alguna otra existencia. Su vida, piensa, es como un sueño que se tiene despierto, o como una pesadilla cruel que no tiene final: no puede despertar porque ya está despierta. Y no puede disolver el sueño en sus propios límites porque es real.
Sabe que está atrapada, pero mueve su tronco en un intento vano por separarse del muro. Prueba a tomar el control de sus brazos, pero en el lugar en donde deberían estar sus manos se halla la unión con la pared. Es un acceso de furia, un frenético esfuerzo por liberarse.
—¡Deja de hacer eso! —grita consternada la anciana. Se acerca a Judith e instintivamente intenta sujetar los brazos de ella para contenerla. La anciana ha reaccionado ante el arranque de desesperación de la escultura; sabe que ella es de piedra y que de ningún modo su fuerza exigua podrá frenar los movimientos de Judith. Pero la anciana ha entendido que la rabia no podrá liberar a Judith, e intenta, con una ferviente desesperación, contener el arranque de la escultura.
La mujer de piedra mira los sitios que la anciana pretende sostener: hay cuarteaduras en la piedra. De su cuello comienza a caer una pequeña cantidad de polvo. Por un momento Judith entiende que, si continúa así, el esfuerzo podría destruirla. Una fugaz imagen de ella reducida a escombros y polvo cruza su mente, pero la rabia la ahoga. “No importa”, piensa. Cualquier cosa es mejor que la condena de un perpetuo aprisionamiento. Judith continúa zarandeándose. Es el único método que se le ocurre para dejar de ser una escultura. Sabe que no podrá ser humana (si es que alguna vez deseó serlo), pero está dispuesta a todo con tal de obtener su libertad.
La piedra cruje, y su cuello empieza a desgajarse.
—¡Detente! —suplica la anciana.
La escultura observa que los guardias se acercan. Se notan desconcertados, pero si les da más tiempo harán lo posible por contenerla.


Si sueña estando despierta, ¿a dónde irá cuando logre liberar su cuerpo de la piedra? Más allá de los deshilvanados sentimientos de miedo, de la incesante voz que no deja de advertirle que todo podría acabar mal, gira el torso con brusquedad, y un estrepitoso crujido inunda la habitación.
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Este cuento fue galardonado con el Premio Nacional de Cuento José Agustín 2013

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