Arco Iris de Papel

Arco iris de papel
Pavel Ricardo Morales Ocampo
Azul
Me recuerda al océano. Mi pequeño océano en la mesita de noche. ¿Habrá delfines en él? Quizás inagotables cardúmenes que nadan de un lado a otro protegiéndose de los tiburones, los pulpos y demás depredadores peligrosos. ¿Saldrá algún calamar gigante por la noche, y me observará, con sus inmensos ojos, en mi apacible sueño?
¿Lo recordaré mañana?
En mi océano cuadrado también existe la corriente marina: está pintada de un azul más oscuro, más afanoso, y tiene la particularidad de estar formada por letras. Son las palabras que escribí ayer, o hace unos días, o semanas… quizá meses. Ya olvidé cuántos arco iris han ido a parar al cesto de basura.
El azul me dice “Tu nombre es Isabel”.

Amarillo
Odio los colores felices. A estas alturas he olvidado si los odio desde siempre, o por las circunstancias. Despertar cada mañana con el sol dando de golpe en mi cara nunca es agradable. La sábana está percudida, es áspera, y no abriga tanto como debería: no remplaza al calor humano. Mi boca tiene un espantoso sabor agrio. El ruido de las calles a esta hora de la mañana es siempre molesto. Son las nueve.
Miro la lámpara y leo algo en ella, y después arranco la nota azul que está en la mesa, y la arrojo a la basura. El cesto está atiborrado de pequeñas hojas cuadradas; la empleada no vino a trabajar hoy: no hay desayuno en mi cama y mi cuarto es un desorden.
Leo en la siguiente hoja “Tu nombre es Isabel. Estás sola.”
Tonterías. ¡¿Sola yo?! Quien haya escrito esta nota me quiere jugar una broma. Pero ha sido torpe: basta con arrancar la hoja al anochecer y tirarla. Seguramente yo no tenía nada que hacer hoy y por eso no hay recordatorios.
Antes de dormir, tiro la hoja con la broma a la basura.

Verde
Me gusta tomar el té por la tarde. Té de yerbabuena, que es el que siempre me prepara mi mamá antes de dormir. Me acostumbré tanto a ella y a sus atenciones que cada vez que sale a trabajar por las noches tengo dificultades para dormir; como hoy: preparo mi té mientras me baño, después lo templo vertiéndolo de taza en taza, y por fin lo llevo a mi cuarto. Me recuesto en la cama, y hago mis oraciones mentalmente. Dejo la taza vacía sobre mi mesa de noche, pero antes de apagar la lámpara leo algo en ella: Lee una nota.
No recuerdo haber escrito eso sobre la lámpara; debió hacerlo mi mamá. Miro la hojita de color verde: Te llamas Isabel, estás sola y tienes sesenta y nueve años.
Arranco la nota y la tiro a la basura de inmediato. ¡Como si necesitara que algo me recordara mi nombre! Y encima me llamara anciana. Mejor duermo, porque mañana tengo clases.

Naranja
Al despertar, noto la ausencia de Esteban. ¿Se fue temprano? ¿No llegó a dormir? Me froto los ojos para aligerar la carga del sueño. La fatiga es increíble, abrumadora. El matrimonio, las deudas, los hijos, mi madre enferma, mi padre ebrio. A veces me pregunto si alguien podrá realmente perder la cabeza, porque creo que con gusto me desharía de mi propia cabeza si así se fueran mis problemas también.
¿Qué le diré cuando llegue? ¿“Esteban, ya no quiero pelear más”, “Quiero el divorcio” o “No me dejes, por favor”? La vida de una mujer es extraordinariamente demandante.
Observo la lámpara con recelo, y por consecuencia la nota debajo: “Te llamas Isabel, estás sola y tienes sesenta y nueve años. Estás enferma.”

Rosa
Perdí a mis hijos hace mucho. Drogas o alcohol; da igual. Mi familia se desintegró antes de que pudiera darme cuenta; todo fue muy apresurado: el divorcio, la venta de la casa, los hijos rebeldes, el funeral de papá, la cirugía de mamá. Los días se han ido demasiado rápido, como hojas que un jardinero ha estado amontonando y a las que un fuerte viento decide llevarse por toda la calle. Pero no es igual: veo a los niños correr detrás de esas hojas y atrapar alguna de vez en cuando. Yo a los días no los puedo atrapar de nuevo. Inasibles, se mantienen a la distancia, lejos de mi alcance.
A la hora de dormir siempre me pongo pensativa. Recorro en las arrugas de la sábana las tantas noches que he llorado aquí, sobre esta aspereza. Leo la nota, sólo por curiosidad. Sé que mi nombre es Isabel, sé que estoy sola, que tengo sesenta y nueve años y que estoy enferma. La nota me dice algo más: No lo olvides.
Lágrimas empañan mi visión y ruedan desde la comisura de mis ojos. Mojan las sábanas, que sorben sedientas el jugo de mi sufrimiento. Es un pesar profundo, no es un dolor agudo, sino intenso, penetrante y muy lento: he olvidado.
¿A quién? ¿O qué?
Pobre. Y no de mí, porque yo, como sea, me olvidaré mañana. Pobre de la persona a la que olvidé. Porque no debí hacerlo, porque seguramente ella no lo merecía. Ahora sólo quiero dormir, con un llanto ahogado, hecha un ovillo en el colchón. Dormir, y olvidarlo todo.

Blanco
Ya en la noche miro de frente la nota. Estoy de pie, descalza; siempre me gustó sentir el frío de la tierra en mis pies. Algún día olvidé que no vivo en una mansión. Algún día recordé que vivía en la casa donde crecí. Pero puedo ver el lugar en el que estoy ahora. El suelo es la tierra apelmazada por mis pasos de muchos años. Las paredes son unas cuantas maderas clavadas en las cuatro vigas principales, cartones y sábanas raídas, viejas y sucias. El techo es metálico; láminas oxidadas que calientan como un horno al mediodía. La cama es pequeña, incómoda, llena de ondulaciones que los resortes renuentes a su lugar han formado, y la mesa de noche es un pequeño mueble que se sostiene en tres de sus cuatro patas.
No estoy segura de cómo vine a dar aquí. Ni siquiera recuerdo cuál de los esposos en mi memoria es el real. ¿De verdad tendré los hijos a los que tanto amo?
Los días son cada vez más difíciles. No es la cuestión de olvidar día tras día, ni de inventar nuevas vidas cada mañana, sino mi fragilidad, mi edad y esta prolífica enfermedad. La agonía sólo se prolonga. Y ya es tiempo de dormir.
La nota es oportuna; añade: Sé fuerte.

Violeta
El sabor a medicamentos es puntual cada mañana. No falta. Desearía que dejara de asistir con tanta diligencia. “Lee una nota.” Tomo el bloc, pero ya sólo queda una hojita. Me confirma mi nombre, que estoy sola, que mi edad hoy es de setenta años, que hay algo que no debo olvidar, y que debo ser fuerte.
La promesa está vigente. Hoy puedo recordarlo. Me felicito sollozante, por mi cumpleaños y porque me conozco tan bien que he sabido darme los mensajes más adecuados a lo largo de la última semana.
Hoy no hay ruido afuera. Los automóviles parecen rehusarse a arruinarme el día.
Me lo merezco, me digo. Me he ganado mi día.
No lo olvides, repito para mis adentros. Saco el frasco del cajón, y la mesita de noche se viene abajo. La lámpara se hace añicos con un ruido estruendoso pero hueco, por la tierra que amortigua el golpe. No importa, me digo con cierta tranquilidad. Miro el arco iris que es mi cesto. Ahí está escrito mi nombre, cientos de veces, en papelitos de varios colores.
Llevo la basura conmigo, y subo a cuestas la colina. Hoy el sol brilla con una intensidad particular. Contemplo la ciudad un momento, aunque no reconozco nada de ella. Después cierro los ojos, y dejo que el fuerte viento se lleve mis últimos días mientras tomo las píldoras que no debía olvidar. Me siento a esperar que hagan efecto, y contemplo volar a mis pequeñas hojas en el cielo, como un auténtico arco iris de papel.

Hoy y siempre, mi nombre es Isabel.
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Este cuento obtuvo una mención honorífica en el VI premio nacional de cuento breve del Sistema Nacional de Institutos Tecnológicos.

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