El Llanto
El
llanto
Pavel
Ricardo Morales Ocampo
Sentados
en el pórtico, ambos revivimos el amor joven de hace tantos años. A veces charlando
y riendo hasta por tonterías; y otras veces en silencio, observando el cielo dorado
del atardecer. Siempre de la mano.
Pierdes tus pensamientos en los recuerdos distantes de
aquellos tiempos en que el amor rebasaba los límites de la realidad y
acariciaba los sueños. No piensas en por qué sólo llega a lamentarse por las
tardes, ni por qué insiste con tanta devoción. Tratas de no hacerlo. Más bien,
aprietas su mano como diciendo “Estoy contigo, y mañana será mejor”.
Empieza a anochecer, pero las nubes oscurecen el
cielo antes que el crepúsculo. Llueve. No te gusta la lluvia.
Antes me gustaba, piensas, pero esta es muy diferente.
Espesas gotas resuenan al estamparse contra la
tierra de la calle, la hierba del jardín, y las tejas del techo, en finos ecos
de tristeza; como si la lluvia no fuera sino un llanto acumulado durante
siglos. El agua se filtra o se encharca en la tierra del patio, refleja el
entristecido cielo azulino, y distorsiona las siluetas grisáceas de la casa y
de los árboles.
Él se dirige a la entrada de la casa, en silencio. Arrastra
los pies, y te provoca pena. Lo sigues con la mirada. Cuando abre la puerta,
ves en sus facciones un atisbo de alegría y después un par de ojos enrojecidos que
te hacen decaer.
Suspiras con pesar; abatida por su pena. Lo sigues.
Entiendes que ese aguacero no le gusta y que revive en él la certeza de su
inconsciencia. Entras, sigilosa; apenas si escuchas el ruido de la puerta al
cerrarla. Lo buscas, y lo encuentras en la sala. Lo ves encender un cigarrillo
y tirarse sobre el sofá. No dices nada; te recargas en la puerta y lo miras con
indulgencia. Abre una botella de licor y empieza a servirse en un vaso.
Ay, viejo, te dices desconsolada, mira que ahogar
tus penas en la pena no es más que alimentarlas. Deberías irte ya y descansar
en paz.
Lo observas un rato, pero decides dejar tus
mortificaciones en la sala, y subes a la recámara. Cambias tu ropa y te
arreglas el pelo para dormir. Te sientes sola... Duele. Te duele que cada tarde
esté puntual para sentarse a tu lado y lamentarse mientras ven declinar la
tarde; que no cese en su insalvable afán por volver a tus brazos, que no
encuentre la resignación lejos de tu casa y de tus manos.
Duele mucho.
Te recuestas mansamente en la cama. Buscas el calor
y el refugio de él bajo las sábanas, y encuentras su aroma a tabaco. Te
acurrucas. La lluvia te arrulla. Sueñas. Vastos recuerdos, todos difuminados en
el tiempo, de aquella época jovial cuando hablaban con más que ecos remotos;
cuando tomabas de la mano algo más que el hálito de una vida desmoronada.
Ilusiones y risas dispersas en el tiempo; abrazos,
susurros y caricias.
Amanece. La lluvia finaliza y el sol sale, abriéndose
paso entre los cerros, radiante; indiferente a la tristeza que te asedia, y
ajeno a la condena de tu marido. Las nubes se van y los primeros rayos solares entran
por los resquicios de las paredes, cuyas maderas han sido socavadas por el paso
del tiempo y la persistente lluvia. La luz del amanecer acaricia tus mejillas,
y tus ojos se abren. Te levantas y abres las cortinas de la ventana; recibes de
lleno la luz en tu rostro y admiras en el paisaje los frondosos árboles que se
extienden más allá del patio. Suspiras afligida ante la premisa que te brinda
el sol. Vas al baño y te limitas a lavarte el rostro.
Bajas. Él se ha ido. Incluso has olvidado hace
cuánto que regresa cada tarde, obstinado; cegado por su propia inconsciencia. De
nuevo la sala es un desastre, pero ya no te sorprendes; la has encontrado así
tantos días como se ha prolongado la condena de tu marido. Levantas las
botellas y las arrojas a la basura. Procedes a limpiar y quitas los cojines
manchados y los remplazas por limpios.
Ese hombre, piensas como en un prolongado suspiro
mental. Mira que a estas alturas caer en el vicio de la bebida.
Te diriges a la cocina, pero no tienes hambre. No
comes. Nunca te han apetecido las frutas cuando estás triste. Meditas mucho. No
encuentras cómo aliviar su confusión. Te pierdes un momento en la telaraña de
tus ideas, y después comienzas un metódico proceso de limpieza en la casa.
Distraerme será lo mejor, te dices y después suspiras.
Concluyes los quehaceres antes del atardecer; sales
al pórtico y te sientas en la mecedora para admirar el cielo azul.
Lo ves llegar. De nuevo con el alma lamentándose; de
aspecto cansado y demacrado. Con los hombros abajo y la mirada extraviada.
Pareciera llevar una pesada carga porque aún arrastra los pies.
Pobre hombre, te dices con el alma destrozada. Sólo
vas y vienes penando tus pecados. Que Dios te perdone.
Como puede sube los escalones y se dirige hacia ti. Se
detiene un momento; luce muy cansado y en su mirada se nota un enorme
sufrimiento. Después da unos pasos más y se sienta a tu lado; en el que siempre
ha sido su lugar.
Suspira.
Ay, vieja…, dice, si supieras lo cruel que es la
soledad.
Su voz entrecortada transmite su dolencia; lo
sientes en el pecho. Notas en sus palabras la añoranza de la vida, juntos. Te
conmueven los recuerdos.
No te sientas así, viejo, le respondes entristecida,
mejor ya vete.
Tienes miedo. Sientes un nudo en el pecho, pero
sabes que debes ser fuerte. Cierras los ojos y aprietas los puños; tomas fuerza
para poder decirlo:
Ya no te lamentes. Por mí, puedes irte en paz.
Te sientes devastada, vencida por un torrente de
congojas que no rinde tregua en tu pecho. Esa desdichada ánima que anda sin rumbo,
que se condena a repetir sus actos día a día. Pobre. No te gusta verlo sufrir.
Quisieras que olvidara su promesa de Juntos para siempre. Que no fuera tan
tonto, que recordara lo que el cura dijo en la boda y entendiera que ya habían
sido separados.
Anochece, y la lluvia del día anterior se cierne puntual
en el cielo.
Él entra a la casa. De nuevo lo sigues. Observas
desde la puerta mientras se prepara para sentarse en el sofá y se dispone a
abrir una nueva botella. Pero esta vez el corcho no cede. Grita. Forcejea. De
nuevo grita. Miras cómo la botella cruje y se despedaza en sus manos, el líquido
se derrama sobre su camisa y mancha la alfombra. Sangra. Te sorprende verlo sangrar,
pero no tienes miedo: lo has visto durante tanto tiempo ir y venir en la casa,
que ya nada te asusta. Sus ojos se anegan en lágrimas. Solloza. De nuevo grita,
pero esta vez el sonido se desperdiga por toda la casa y más lejos. Su
desgarrador lamento te sacude el corazón y lo hace retorcer con la agonía de la
impotencia.
Él llora junto con las nubes; y con su mismo dolor.
Es una especie de vínculo taciturno, que no para de repetirse cada noche. Ahora
lo entiendes. Por eso la lluvia regresa puntual cada día.
Hay un nudo en tu garganta que se endurece a medida
que sus lágrimas caen. Te acercas lentamente. Quisieras cubrir sus heridas,
apaciguar sus gritos y consolar su llanto.
¡Ay vieja!; lo oyes exclamar, con la voz ahogada en el
desgarrador tono del sufrimiento; ya vete tranquila. Ya no quiero que rondes la
casa con la pena de creerte viva.
Se arroja sobre el sofá y llora hasta quedarse
dormido, con las lágrimas rebosando y recorriendo sus mejillas.
Al día siguiente, sentados en el pórtico, ambos
reviven el amor joven de hace tantos años.
Comentarios
Publicar un comentario