En la acera


En la acera

Pavel Ricardo

Hay una chica sentada en la acera, tiene la mirada clavada en el suelo y gotas pequeñas recorren sus mejillas, mientras la gente camina sin notarla. Ha estado ahí durante todo el día, inmersa en discretos sollozos.

Las personas pasan a su alrededor, pero ninguna le dirige la palabra; pululan por las calles, con la prisa cotidiana o la desgana de día. De vez en cuando, un hombre se le queda viendo, borroso detrás de las lágrimas y de los cristales de los camiones que por allí transitan. Pero ninguno puede comprometerse a adivinar lo que ella padece.

Mira los pies de los transeúntes, que andan de aquí allá, y que pasan sin prestarle más atención de la que se necesita para detenerse una fracción de segundo, y a veces dudar entre continuar o detenerse a preguntarle cuál es su dolencia. O quizá, preguntarse si en verdad es más importante llegar al trabajo que detenerse un momento para aliviar un alma destrozada, que llora sin vergüenza en medio de la calle.

Alguno se habrá preguntado porqué frente a una pastelería, y seguramente habrán teorizado acerca de una novia a la que han plantado; otros serán más indulgentes, y pensarán que el dolor que emana de sus ojos, vuelto lágrimas, es un sentimiento más intenso que la obliga a estar ahí. Quizá ninguno note la cruz que los familiares de alguien han colocado del otro lado de la calle, ni la ausencia de flores vivas en los vasos que ahí esperan, impasibles, que alguien los atienda.

Pero también estarán aquellos que por no fijarse al caminar, habrán pasado desapercibida su existencia, y tropezará con ella; se disculpará, pero no hará más, y continuará su camino, con la indiferencia típica de lo cotidiano.

En sus autos, hombres la verán llorar de un lado de la calle, pero otros, negándose a mirarla, volverán la vista hacia el otro lado de la calle, y volverán a encontrarse con ella. Se preguntarán si la chica estaba de un lado o de otro, si fue sólo el efecto de los cristales reflejando el dolor de una persona.

Pero seguramente todos los conductores en el carril de enfrente se habrán molestado por los trozos de vidrio con los que se encuentran las ruedas de sus autos. Más de uno habrá maldecido por lo bajo, pero probablemente sólo unos cuantos repararán en las ramas secas que hay alrededor, desprovistas de los pétalos agitados de un lado a otro, al ritmo del viento que los coches despiden al pasar.

Nadie volverá la vista después de dejarla atrás, algunos por temor a enfrentare a su dolorido rostro, y otros porque asumirán que se trataba de un juego de su mente el espejismo de una chica que llora.

Todos serán los que se dejen llevar por el ennegrecido cielo, cansino y triste; que en melancólicas gotas de lluvia sufre el dolor de ella.

La chica continuará su amargo llanto, acompañada de la lluvia gris, que diluirá sus lágrimas en el pavimento; no habrá quién se acerque a protegerla de la lluvia.

Quizá en otro mundo alguien más se detendría. Uno donde el fallecido novio no hubiera sido causa de dolor, y donde ella no se hubiera consagrado a su muerte en un acto perpetuo de fidelidad.

Hay una chica sentada en la acera, y todos pasan sin prestarle atención.

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