FELIPE
Felipe
Pavel R. Ocampo
Nena Daconte moría desangrada en la habitación
contigua, mientras yo leía resignada el último cuento del libro que Felipe me
había dejado.
Lo conocí hace más de veinte años, cuando el médico lo
sacó de mi vientre y me presentó al bebé más hermoso que yo jamás haya visto:
Su hijo, dijo. Y recordé mis dudas sobre tenerlo y mis tontos miedos de que
encontrara en sus ojos un reencuentro. Pero al abrazarlo todo eso todo eso
desapareció y fui feliz; probablemente la mujer más feliz sobre la faz de la
Tierra.
Cuando salí del hospital iba repitiéndome, segura:
Ninguna mujer en todos los tiempos había sido tan feliz como yo. No había
manera.
Pero esos tiempos habían quedado atrás. Y aquellas
emociones tan gratas eran ahora muy distantes no sólo de forma temporal, sino
también espacial. Ahora vivo en otro continente; lejos de casa, lejos de
recuerdos buenos y malos que me atosigaron durante tanto tiempo. Lejos de todo.
Nena Daconte pierde una a una las gotas de sangre. Las
gotas de su vida.
Yo las perdí a chorros.
Y ahora estoy seca.
Como esta habitación de hospital: limpia, con una
pulcritud tan desesperante que aún mi abuela hubiera estado indignada. “Tú
quieres esconder la mugre con cloro”, diría.
¿Hace cuánto se fue Felipe?, ¿cuando le dije que
estaba dispuesta a contarle la verdad porque los doctores dijeron que no
pasaría la noche viva?, ¿o cuando sintió que era tiempo de encontrar respuestas?
Desperté y me siento ligeramente mejor, consciente de
que me odio por no haber muerto.
Su libro; estaba leyéndomelo cuando los médicos
entraron a dar sus malas nuevas.
Incansable como es, habrá ido en busca de datos,
información sobre nuestras últimas guerrar o el registro de los violadores
encarcelados. Si hay alguna foto, vislumbrará la mirada viciada de su padre.
Y él es tan diferente. Felipe.
Pero él no podrá encontrar respuestas. Aún no entiendo
cómo es que me ha creído la mentira de que su padre fue un héroe de guerra. Ya
es mayor. Quisiera haberle recriminado por ser tan tonto. ¿En qué parte de la
historia moderna de nuestro país hemos proclamado héroes de guerra?
Y además, desde este continente, ¿cómo espera
encontrar los registros natalicios más allá de lo que la internet pueda
permitir? Y la internet sólo permite lo que uno permite. El hospital general,
derrumbado quince años atrás, no tuvo posibilidades de guardar registros en
internet.
Ahora es cuando me desangro. Esta es mi agonía. Y es
fuerte.
Si tan sólo pudiera saber cómo termina el libro.
Quizás a mí me lleven al mismo lugar que a Daconte: a
sólo doscientos metros del sórdido cuarto del hotel donde Billy Sánchez
agonizaba de soledad.
Pero probablemente ni Felipe ni nadie agonice por mí.
Los cuentos como el mío jamás tienen un final feliz, aun cuando su inicio haya
sido distinto: Cuando pusieron en mis manos al niño más hermoso del mundo y fui
muy, muy feliz.
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