A Malachi



Soy un gato.
Quizás no en la complejidad de mi ego,
ni en las posibilidades de mis garras…
O en la indiferencia con la que veo al mundo.

Ronroneo de sonatas, que se prolongan en la medida
en la que se ralentiza la fricción del arco 
sobre las cuerdas: con el polvo de brea
que provoca tan exquisita oda.
Que hace vibrar los dedos como una cola al ritmo musical del alma.
Del trasto que resuena como un purr.
Sí, como un simple y no vistoso purr:
magnífico ritmo de la vida.

¿Es esta la libertad?
La de mirar entre sueños de veinte horas lo que al mundo acontece,
y notar, en medio de la sobriedad del día o de la noche,
que nada en realidad ha cambiado si no es por mí.

Es este acolchonado sitio en el que hallo asilo,
como Malachi, cuya cola cuelga con indiferencia
al ritmo de un péndulo. 
¿Y si ella es más felino que yo?

Será probable el inicio de una amistad,
que se insinúa melódica y simbiótica:
Yo la alimento, y ella me alimenta en formas que no imagina.
Acaso nos nutrimos en medio de la vastedad del mundo.

Acaso nos acompañamos
por este viaje de senderos interminables.


—Pavel R. Ocampo
 
Malachi

El gato que saludaba

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