La camarista rubia


La camarista rubia

Pavel Ricardo Morales Ocampo

La observas con tu mirada perversa. Sientes su cabello rubio rozando tus piernas desnudas; te hace cosquillas. Su lengua es un torbellino que te provoca espasmos. La ves a pesar de la poca luz que hay en el cuarto. Es perfecta, con su pelo largo y sus senos redondos.

En la confidencialidad de la noche no puedes soportarlo más, no puedes conseguir suficiente.

Te enloquece la manera en que camina, el modo en que se mueve, su voz aterciopelada, tierna como su sonrisa, pero sensual como su mirada. Amas a esa camarista rubia.

Cada fin de semana regresas al puerto. Te repetiste tantas veces que era por asuntos de negocios que empezaste a creerlo; sin embargo, no olvidas la primera vez que, buscando un lugar discreto para quedarte, la encontraste barriendo la acera frente a la entrada de un hotel. Inmediatamente te extasió su figura, sus ojos, el entusiasmo con el que desempeñaba su trabajo.

—Disculpe, ¿trabaja aquí? —le preguntaste, sin pensarlo. Haciendo a un lado tu habitual timidez.

En el momento en que ella respondió que sí, te embriagó su dulce voz. No lo pensaste más y entraste al hotel para rentar un cuarto.

Por las mañana salías a la terraza interna del hotel, y con pretexto de desayunar y leer algún libro la observabas desde lejos. Aprendiste a través de los meses que siempre aseaba el lobby primero, que sólo los sábados lo hacía con dedicación, porque los domingos se iba temprano. La viste siempre entrar en la habitación 26 antes de su hora de salida, escuchabas la regadera y la dibujabas en tu mente, con su perfecta figura y su lacio cabello, y casi jurabas que el aroma de su cuerpo atravesaba aquella habitación e inundaba el hotel completo.

Después de varios meses en que tus viajes se convirtieron en rutina semanal, entendiste que no tendrías el valor de hablarle de frente, de admitir que ella se había convertido en el motivo de tus constantes visitas al puerto. Más de dos veces te preguntó con amabilidad por qué no ibas a la Costera, por qué evitabas los mariscos y por qué los fines de semana te quedabas en el hotel, sin hacer nada. A veces te enviaba al parque, al zócalo o a la playa. Siempre respondiste con una sonrisa; le decías que el trabajo lo desempeñabas desde la computadora, y que no era necesario salir. Incluso compraste una, porque cuando le diste esa respuesta no tenías computadora.

Decidiste no hablarle de tus sentimientos, no contrariarla con tus locuras y limitarte a observarla y satisfacerte durante las noches, recordando las breves palabras que se cruzaban en las mañanas al saludarse.

La oscuridad se convirtió en tu cómplice y tu confidente, no pudiste soportarlo más. Cada fin de semana te tocas en la intimidad de la noche; no puedes conseguir suficiente.

Sólo a la noche y a tu imaginación les debes tantas noches de placer.

Cuando se te acercó un sábado por la tarde recomendándote un bar, te dijo que muchos de los huéspedes del hotel le hablaban de él, pero que ella nunca había ido.

Te tragaste la intención de invitarla. Siempre has reprochado tu cobardía; no comprendes por qué cada fin de semana manejas los recursos para salir de tu ciudad, dejar la empresa y venir a ver a una camarista, pero no te das el valor para hablarle directamente.

A la semana siguiente, durante otra visita al puerto y después de haberte estimulado, te acostaste con la mirada perdida al techo. Sin pensar en la agonía que habías creado alrededor de los meses. Recordaste el nombre del lugar que te recomendó, te levantaste, sacaste tus cosméticos de la maleta y empezaste a maquillar tu rostro. Saliste y tomaste un taxi en dirección al bar, y desde entonces lo visitas todos los sábados y despiertas los domingos en una casa nueva, con una mujer nueva. Hay un vacío que no logras saciar.

Aún después de eso, hay muchas noches en las que no puedes dejar de pensar en ella, en las que no logras satisfacerte.

Ahora mismo no puedes más. Ves sus senos, ves su cadera, acaricias su cintura. Y luego terminas.

Regresas a la intimidad de tu habitación.

Sales a la terraza a la mañana siguiente, con la disposición de acabar con aquel tormento. La miras en la habitación 6. Está cansada, pero no deja de irradiar esa jovialidad que te conquistó.

La esperas. Cuando sube las escaleras directo a tu piso, le sonríes.

—Buenos días —te dice ella, con una espléndida sonrisa plasmada en el rostro.

Encuentras valor en su propia imagen, y la invitas al bar en la noche. Ella sonríe; es natural que se sienta extrañada, piensas. Tú eres una ejecutiva de edad mayor, con dinero por montones, y ella una típica mujer de la costa, jacarandosa, vivaracha. La miras a través de la sonrisa.

—Mi ’ja de mi corazón, ¿qué cree? —te dice sonriente. Pese a las muchas veces que te ha visto y ha platicado fugaces temas contigo, aún te habla respetuosa.

Te entusiasmas. Su mirada te inspira alegría y confianza. No atiendes a tu celular que suena, ni haces caso a los demás huéspedes que saludan mientras se dirigen al lobby.

Le preguntas qué ocurre y ella te responde en su peculiar tono jovial.

—Me ofrecieron un trabajo mejor, y me voy a ir del hotel.

Ella sonríe. Tu corazón se quiebra. Parece haberlo entendido mejor que tu cabeza. Tú te debates entre decirle a la camarista lo que sientes o callarte para siempre.

Decides callar.

Sólo ves su voluminosa figura darse la vuelta e irse contenta por compartirte su logro.

A la mañana siguiente despiertas en los brazos de otra mujer y empiezas a hundir los dedos en tu vagina imaginando a aquella camarista rubia.


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