Cuento "Campanas en la lluvia"
Campanas en la lluvia
Pavel
Está nublado. Como aquella tarde
en la que me propusiste matrimonio.
Ha cesado el canto de los
gorriones; pronto lo sustituirá el crepitar de la llovizna, y después el
resonar del aguacero.
Te siento a través de la memoria,
sé que eres tú. Puedo escuchar tu respiración. Son las dos de la tarde y no
puedo apartarme de la ventana. La preciosidad del cielo es sólo un pretexto
para permanecer vigilando las calles. Los coches van y vienen con sus pasajeros
apurados; algunos tienen prisa de llegar a sus hogares y otros se mueren por
acudir al llamado de las campanas.
El eco de su sonar se ha fundido
con el ruido de la lluvia, y juntos trastocan mi memoria.
Recuerdo que solía soñar mucho,
sobre todo por aquellos días en que despertaba acariciando el anillo que me
diste. No me importaba que fuera delgado, ni que estuviera bañado en oro y no
compuesto de ese metal, mucho menos que la piedrita que lo adornaba fuera un
trozo de vidrio pulido; de igual modo la luz lo hacía refulgir como al más precioso
de los diamantes en el que cada cara reflejaba el brillo de tu sonrisa. Era una
mujer tan feliz, tan dichosa, que no me importó que mis padres se opusieran al
compromiso, ni que mis amigos te odiaran por “acabar con mi futuro”. Me era
suficiente con saber que estabas conmigo, que siempre lo estarías.
Tampoco olvido el día en que entré
a la iglesia. Estabas de pie frente al altar, con la mirada alegre y una amplia
sonrisa; usabas el traje negro que te regalé un año atrás, en navidad, e ibas
peinado como te sugerí que lo hicieras. En aquel momento lucías como el hombre
más apuesto del mundo.
Saludaste a los invitados con tu
sonrisa triunfal, y todos aplaudieron tus palabras de agradecimiento. Me sentí
desfallecer cuando te vi llorar; estabas tan feliz que no te importó que la
multitud fuera partícipe de tu emoción. Y no faltó alguien que se acercara a
ofrecerte un pañuelo.
Al comienzo de la ceremonia vi tu
nerviosismo a través de tus manos, que tiritaban sin cesar. Y me pregunté el
origen de tu exaltación; siempre encontraba en tus gestos el origen de tu
emoción, pero en aquel momento te volviste indescifrable para mí. El cura te
sonrió con indulgencia, intentando apaciguar tu ansiedad. Y lo logró, puesto
que luego atendiste a la misa con decisión. Entonces llegó el momento que hizo
a mi corazón comprimirse y lo convirtió en una diminuta partícula que albergaba
un universo de emociones indescifrables. “… ¿aceptas?”.
Me encogí. Me sentí pequeña
mientras las lágrimas anegaban mis ojos con la amenaza de escaparse a
borbotones, incontenibles e inagotables.
Entonces me viste y tu rostro
palideció. Y sin embargo, conseguiste el valor para decir “acepto”.
Ha cesado el tránsito de coches y
el repiqueteo de las campanas. Aquella boda debe estar por comenzar.
No pasa nada, me digo ahora,
sentada frente a la ventana, limpiando los recuerdos convertidos en lágrimas sobre
mis mejillas, algún día encontraré a alguien más. Alguie como tú. Alguien que sea capaz de
decirme “acepto”, frente a otra mujer, a la que había prometido amar por
siempre.
L. S. Siel
Llámame loco(lo estoy xD) pero hay algo embriagante en esa sucesión de letras, lo vi desde los textos anteriores o quizá lo desee ignorar, aunque al final no se que es lo que encontré.
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