Nueve meses (Premio estatal José Agustín 2011)


Nueve meses
Pavel Ricardo Morales Ocampo
Don Fausto se dirigió a la ventana. Limpió el cristal, y se quedó observando las casas con mirada cansada. La decadente lluvia menguaba ante la atónita mirada de los pueblerinos. Y las nubes, que durante casi un año habían cernido sobre el pueblo un denso sentimiento de nostalgia, por fin rindieron tregua y propiciaron el alivio de la gente.
Durante dos horas el silencio se propagó como una densa neblina de incertidumbre. Por un momento pareció que las personas habían olvidado que la lluvia tenía un después, pero poco a poco comenzaron a asomar las cabezas por las ventanas o las puertas; y luego iniciaron la agotadora proeza de expulsar el lodo de sus hogares; de sacar la ropa y los muebles que no se había podrido para exponerlos al abrasador sol de verano.
Al irse las nubes el sol asomó sus trémulos rayos, irisó el paisaje con tonos distintos a los grises, despertó a los árboles y a la hierba que lograron sobrevivir a la lluvia, y se acurrucó aún en los rincones más ocultos del pueblo.
Los niños empezaron a salir de sus casas y a revolcarse en el lodo junto a los cerdos que regresaban apresuradamente al pueblo. Pronto se hizo más abundante el canturreo de las aves, los berreos de los borregos y los chillidos de los zorros, y la gente empezó a adaptarse a un ruido distinto al de la tristeza. Don Fausto salió de su casa en el momento en que se escuchó al primer niño llorar por haberse caído. No prestó atención al resto de los chiquillos, si no que se dirigió con paso decidido hacia el que lloraba y le puso en la mano un caramelo, le sacudió el pelo en un ademán paternal y después se enfiló hacia las afueras del pueblo. Pasó por la calle principal, teniendo la suficiente cautela para no resbalar y la paciencia para saludar al resto de los aldeanos que continuaban entrando y saliendo, cargando ropa húmeda o sacando a torrentes el lodo de las casas, cuyos cimientos estaban bastante deteriorados por el constante flujo del agua.
—¡Pero qué lluvia! —exclamó don Matías, quien con la pala no dejaba de arrojar el lodo hacia la calle—. ¡Eh, don Fausto! Buenos días.
—Buenos, don Matías. ¿Qué tal la lluvia? —preguntó con un dejo de sarcasmo.
En ese momento apareció desde el interior de la casa doña Juana, la esposa de don Matías.
—¡Ay, señor! Mejor ni pregunte —contestó ella—. Todos los pollos se nos murieron.
—Esos de tanto frío se mueren —continuó don Fausto.
—Si no fue por eso que se murieron —refunfuñó doña Juana—. Éstos se mataron porque a la lluvia se le ocurrió traer saltamontes, y detrás de ellos llegaron los alacranes. Y las gallinas, cluecas por confundir las piedras con los huevos que nunca pusieron, también confundieron los alacranes con los saltamontes, y se los comieron con tanta hambre que se mataron asfixiadas y no envenenadas. Y para colmo, nuestro gallo de tanto pisarlas muertas, se murió echado sobre una. Lo peor es que nos dimos cuenta de todo hasta que los saltamontes se los empezaron a comer por el hambre.
—Ay, doña, a mi gato también lo ahogaron los saltamontes de tanto echársele encima.
—¡Apúrale, vieja, que todavía no acabamos! —gritó don Matías, y continuó su paleo—. Tenemos que seguirle, don. Luego lo invitamos a tomar café.
—Nos vemos, doña.
Continuó caminando, sin detenerse, hundiéndose en el lodo con cada paso. Los niños gritaban y se carcajeaban; fácilmente repuestos del desolador diluvio. Tuvo que esquivar un montón de culebras que serpenteaban, ajenas a la vida, conducidas por el escurrimiento del fango, pero que se aferraban aún a enormes ratas, o que las seguían incluso después de la muerte. Al llegar a los límites del pueblo, notó que los árboles ya habían tomado del sol la dotación suficiente como para levantar su follaje y para reforzar sus raíces. Caminó entre ellos y pronto llegó a un jardín cuyas flores vivas reverberaban el brillo del día en su rocío. No se molestó en contemplar su variedad, y se limitó a arrancar once narcisos. Después se dirigió hacia el cementerio y sobre la tumba de su esposa, con ojos llorosos y manos temblorosas, dejó las flores. Se creyó dichoso de que sus sentimientos no se hubieran ido con la lluvia, pero sintió revivir el desgarrador sentimiento de la muerte. Se quedó sentado hasta que el brillo dorado anunció el crepúsculo, y después volvió a su casa con paso ligero. De regreso, vio que doña Margarita ya se había resignado en su imposible labor de sacar todo el lodo ese día, y al continuar avanzando notó que ella no era la única que se había agotado de tanto palear, pues gran parte de los hombres reposaban tendidos boca arriba sobre las carretillas o los pórticos, sin dejar de jadear, despreocupados. Entró a su casa y se recostó sobre una de las sábanas secas en el suelo, sin pensar más en el pueblo y sin prestarle atención a las tejas que se desmigajaban poco a poco.
Despertó al día siguiente, cuando el sonido del fango arrastrándose hubo cesado y fue sustituido por el resuene de las campanas que anunciaban la reanudación de las misas matutinas. Escuchó el murmullo de la poca gente que asistió, y los cuchicheos de quienes se indignaban ante la prepotente idea de rendir cuentas a la iglesia antes que a su propia casa. Se estiró. El agua aún escurría de las tejas, se arrastraba por los bajareques y acarreaba con ella pequeños grumos de paja y adobe que se diluían en el lodo podrido y lo acompañaban en su cause. Al levantarse se dirigió primero al baño para asearse, y después salió de su casa. Lo primero que hizo fue contemplar el cielo y comprobar que la oquedad de las nubes permitía el paso de los rayos solares. Se sintió aliviado de que el pueblo tuviera la oportunidad de contemplar el sol de nuevo y de que Dios le hubiera dado la bendición de seguir viendo y escuchando, aún a su avanzada edad. Sin embargo, no fue a la misa de aquella mañana; como no lo hacía desde la muerte de su esposa. Tenía fe en Dios y en que éste lo escucharía desde el lugar en el que estuviera, y se había acostumbrado a la idea de que así lo vería también el Creador.
Se vistió con prendas secas, y salió a sentarse en una banca de concreto que él mismo había levantado frente a su patio. Observó sonriente la astucia de los niños, quienes encontraron la manera de escaparse de sus padres y de las labores de ese día. Y rió a carcajadas cuando algunos de ellos corrieron desde la iglesia, con sus pulcros trajes de domingo, y se revolcaron en el lodo ante el griterío de sus padres.

Conforme pasaban los días la gente se adaptaba mejor a la luz del sol y reiniciaba sus tareas de antes que la lluvia los alcanzara. Doña Marta mandó a su esposo y a sus hijos mayores al bosque a buscar frutas y carnes, y dispuso en su patio mesas para ofrecer lo que les sobrara a cambio de favores o productos a los que pudiera hallarle utilidad. No pasó mucho tiempo para que la acompañaran Doña Lilia y Don Gabriel, quienes encontraron la forma de poner establecimientos de vegetales y pescados. Y muy pronto, cuando estuvieron cubiertos todos los desperfectos de las casas, reanudaron el uso de las monedas que tenían guardadas.
Don Fausto observó el proceso desde su ventana; sin moverse más que para comprar un poco de alimento y prepararlo. Vio cómo llegaron los primeros visitantes, atraídos por el rumor de un pueblo salido desde el mar; llegaron buscando riquezas, fortunas y exquisitos sabores que no se conocieran en sus ciudades.
Don Fausto contempló sin asombro cómo empezaron a mezclarse con los residentes e intercambiaron opiniones, ropa, libros, muebles, dinero… Pronto se restauró la relación económica con el resto del mundo.
Un mes más tarde empezaron bodas entre pueblerinos, y entre éstos y los forasteros, y los festejos sustituyeron a las misas de todas las mañanas. Pero don Fausto no se inmutó. Continuó visitando la tumba de su amada cada día. Procuró la misma hora para hacerlo, regularmente alcanzando a doña Juana y a don Matías cuando barrían el patio o alimentaban a sus nuevas gallinas; les dedicaba a sus vecinos un saludo aderezado con una amplia sonrisa.
A medida que pasaban los días se abrían cada vez más comercios. En la laguna proliferaba la reproducción de los peces, y cada vez era más común ver pescadores en las orillas o adentrados sobre pequeñas lanchas de madera, y a forasteros viniendo de lejos sólo para degustar los pescados. Pero al ritmo que se reincorporaba el pueblo a la economía del exterior, se empezaron a erigir negocios donde se reunían los hombres a consumir alcohol y en los que las fiestas abundaban y se prolongaban toda la noche. En tres ocasiones doña Marta, una de sus vecinas, recurrió a don Fausto para limpiar sus lágrimas de congoja. «Ay, Don Fausto —lloraba ella—. Ese hombre se va a matar un día de estos. ¿Ya le dije que la semana pasada llegó tan ebrio que no dejó de vomitar durante dos horas?»
—Ya me lo dijiste, hija.
A don Fausto le dolió verla tan deprimida y derrotada, pero el tiempo le había enseñado a permanecer impasible aún cuando su corazón se retorciera de aflicción.
Con el paso del tiempo empezaron a talarse árboles y a construirse más casas, a producir finos muebles y a comerciarlos. Y entonces varias jóvenes que antes ayudaban en el hogar empezaron a visitar las tabernas y a convertirlas en ilícitos centros de fornicación.
Don Fausto se sintió desfallecer cuando vio a Laura, la hija de su vecino, llegar una mañana con el vestido rasgado, tambaleándose alcoholizada y acompañada de un forastero que se tropezaba con cada paso. Pero trató de no entristecer, y de refugiarse en la esperanza de que el tiempo la cambiaría, y la pequeña Laura reivindicaría su camino.

Por aquellos días el frío viento se convirtió en el único compañero de don Fausto, quien continuó firme sus visitas cotidianas al cementerio; aquel viento que trajo la lluvia, y que olvidó llevarse, y cuya ayuda sirvió para que los árboles orearan sus hojas, humedecieran sus raíces y ensancharan su frondosidad.
—Ay, amor —le dijo a su esposa mientras dejaba las flores sobre la tumba—. Esto no se acaba. Y ya serán nueve meses pronto.
Miró hacia arriba, escrutando en las nubes una respuesta. El cielo aún brillaba, pero se vestía más rápido de nubarrones pasajeros, que se perdían a medida que el viento soplaba.
Los días continuaron y los comercios de alcohol se hicieron los más famosos en el país. No pasó mucho para que al pueblo sólo llegaran ebrios imperecederos con su aliento pútrido. Faltaba una semana para cumplirse los nueve meses que don Fausto tanto temía, y esa noche se desató un zafarrancho que culminó en el asesinato de don Matías, quien con amable carácter había ido a pedir a los hombres alborotados que se abstuvieran de golpizas en frente de todos. Pero el cañonazo de un revólver acalló su voz, que en un hilo se despidió de su mujer y le rogó que cuidara a las gallinas.
Al día siguiente el cielo se cernió en tonalidades ocres con las que el sol acompañó a la esposa en su dolor. Para el momento del entierro no hubo ausentes. Todos los habitantes del pueblo acompañaron y dieron el pésame a la mujer, que se desgarró la garganta de tanto gritar y secó sus ojos de tanto llorar.
Don Fausto no cesó en su inquebrantable fidelidad. También llevó flores a la tumba del recién fallecido, pero se aseguró de reservar un ramo de rosas, que dejó en la tumba de su esposa, donde se puso a evocar el pasado en un doloroso llanto que nació de la pérdida de un amigo más, pero se convirtió en el anhelo de su vida nupcial y en la añoranza de un bebé que jamás llegó.
—Amor, no quiero que esta gente sufra más —se lamentó en una prolongada súplica.
El viento sopló acarreando el olor de la canela, como si su esposa danzara frente a él con su peculiar aroma, para responderle y demostrarle su solidaridad. Don Fausto se dejó envolver en el sopor de la nostalgia; empezó a recordar lo que era su pueblo en los tiempos en que sus padres aún vivían, y entre los retazos de sollozos que llevaba el viento se sintió a sí mismo devuelto a aquella época en que la gente no peleaba por dinero y sólo se ayudaba porque sí. Cuando los pleitos y asuntos de adultos eran sólo de ellos y no se involucraba a niños en las dolencias maritales.
Emitió un suspiro prolongado, pero pronto se halló a sí mismo volviendo a su casa, arrastrando los pies en pos del viento. Y, sin más que fugaces sonrisas dirigidas a sus vecinos, se encerró en la casa a esperar que los días pasaran.
Dos días antes de los nueve meses se escuchó una balacera, muchos gritos, después llantos, y al final, un silencio sepulcral prolongado, que se incorporó a las tonalidades ocres del cielo y que poco a poco atrajo nubes cansadas, tristes y grises.
El viento sopló, frívolo, y don Fausto supo que ése sería el día. Se levantó y se encaminó de nuevo al panteón, pero esta vez no hubo nadie que lo saludara; la gente estaba de luto pues los pleitos de borrachos habían acallado a las familias. No se escuchaba ni el cacareo de las gallinas, ni los gritos de los niños, ni la felicidad de los matrimonios. Avanzó, dejando en la tierra las huellas de sus pies, y se plantó sobre la lápida de su esposa, con la mirada cansada y la expresión derrotada.
—Esta gente sigue igual. Se condenan a repetirlo todo. Hasta la insalvable lluvia que no deja de aquejar a nuestro bebé —dijo como un lamento—. Nueve meses otra vez, mi amor. Tú, y mi hijo en tu vientre, muertos durante nueve meses más…
Se quedó plantado un rato, hasta que las nubes perdieron al sol de la vista y soltaron la nostalgia de un bebé jamás nacido. Durante un año más.




El cuento fue galardonado con el primer lugar estatal de cuento José Agustín.


Comentarios

  1. Sabes qué, considero que no te han comentado en lo absoluto, porque dejas sin palabras, el comentar algo sobre este texto, el siquiera publicar alguna duda o emitir un criterio, sería imperdonable. La verdad esta muy lindo, y para que expresarlo si ya lo sabes :D por eso ganaste no? jajaja

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